11.7.15

Comunicaciones



El viento me había comido
parte de la cara y las manos.
Me llamaban ángel harapiento.
Yo esperaba.



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Imagen: fotografía de la serie dedicada a Alejandra Pizarnik de la fotógrafa Valeria Cuska.
Texto: poema del libro Los trabajos y las noches.

3.7.15

Recuerdo de Alejandra por León Ostrov



Hace veinticinco años —fue a mediados del 57— una mujer me llamó por teléfono para pedirme una entrevista. Mi primera impresión, cuando la vi, fue la de estar frente a una adolescente entre angélica y estrafalaria. Me impresionaron sus grandes ojos, transparentes y aterrados, y su voz, grave y lenta, en la que temblaban todos los miedos. (Me acordé de esa criatura perdida en el mar de un cuento de Supervielle). El diálogo que entonces iniciamos, y que duró poco más de un año, continuó después, ya instalada en París, en cartas que no hacían más que corroborar lo que desde los primeros momentos supe: que con Alejandra Pizarnik, romántica y surrealista, pero por encima de todo, ella, Alejandra, inclasificable y única, algo importante se incorporaba a nuestras letras.

Alejandra me traía, habitualmente, un poema, páginas de su diario, un dibujo (había comenzado a asistir al taller de Batlle Planas). Y ahora lo puedo decir: no podía sustraerme al goce estético que su lectura, su visión suscitaban en mí, y quedaba, en ocasiones, si no olvidada, postergada mi específica tarea profesional, como si yo hubiera entrado en el mundo mágico de Alejandra no para exorcizar sus fantasmas sino para compartirlos y sufrir y deleitarme con ellos, con ella. No estoy seguro de haberla siempre psicoanalizado; sé que siempre Alejandra me poetizaba a mí.

La entrega de Alejandra a la poesía era total, absoluta. Fue lo que le permitió resistir —hasta que decidió abandonar la lucha— los embates del viento feroz. La irrenunciable y heroica tarea de acercarse al caos para entrever su ley secreta, de atisbar en las tinieblas para iluminarlas con el relámpago de la palabra precisa y bella fue la tarea que eligió como definición de su destino. (Necesito hacer bellas mis fantasías, mis visiones. De lo contrario, no podré vivir. Tengo que transformar, tengo que hacer visiones iluminadas de mis miserias y de mis imposibilidades… Hoy me apliqué varias horas a Góngora… él "sabía", se daba cuenta de las palabras, de todas y de cada una).

Siempre confié en Alejandra. Más allá de sus desfallecimientos, de susabandonos, de sus renuncias, de sus angustias, de sus muertes —de su muerte— sabía yo que estaba salvada, irremediablemente, porque la poesía estaba en ella como una fuerza inconmovible. Y si los poderes oscuros,algunas veces, parecían ganar terreno, no era más que el trámite inevitable para que, después, lo terrible entrevisto se convirtiera en condición decrecimiento y de mayor lucidez. Hasta que Alejandra —hace diez años— decidió interrumpir su búsqueda. ¿Porque había ya encontrado? ¿Porque sintió que nunca encontraría? (Simplemente, no soy de este mundo… Yo habito con frenesí la luna… No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva… No puedo pensar en las cosas concretas; no me interesan… Yo no sé hablar como todos. Mis palabras suenan extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie…¿qué haré cuando me sumerja en mis mundos fantásticos y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver. Es más, no sabré siquiera que hay un "saber volver". Ni lo querré acaso).

En una carta le contaba que en mis últimos días de París, allá por el 55, había resuelto llevarme algo de la ciudad —el inexcusable souvenir— y morosamente le narraba mi aventura. Alejandra, a su vez, me confió que detener que llevarse algo, como recuerdo de su estancia en París, se llevaría la fachada de una casa medio derruida que había visto en un pueblito — Fontenay-aux-Roses— cuya estación de ferrocarril está llena de rosas. Las ventanas de esa casa eran de color lila, pero de un lila tan mágico, tan como los sueños hermosos, que imaginaba que entraba en ella, y una voz la recibía: Hace tanto que te esperaba… Y allí se quedaba —para siempre — porque ya no tendría que buscar más.



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Texto: palabras del psicoanalista León Ostrov, tomadas del libro Alejandra Pizarnik |León Ostrov. Cartas (Euvim).
Imagen: fotografía "Cosido a mi corazón" de Anna O.